martes, 9 de septiembre de 2008

Receta para un guiso literario

Enunciamos a continuación algunas de las premisas establecidas para que ese acto creador no se convierta en un aquelarre:



1. Se aportarán, para el fuego del guiso, obras literarias. No manuales de instrucciones, o libros de texto que no aportan nada a la labor de regeneración que pretende ser este acto.


2. Cada participante podrá aportar cuantos libros desee a la hoguera regeneradora.


3. No más de dos ejemplares del mismo libro. O tres.


4. No obras anteriores a 1970. La razón es que la producción editorial no fue exponencial en España hasta esa década de los 70.


5. Ni libros de los que conste que las editoriales has picado y convertido en pasta de papel para evitar gastos de stock. No es difícil saberlo, generalmente estos actos quedan registrados bajo notario, ya que de otra forma se verían obligados pagar el porcentaje correspondiente a derechos de autor de todo ese excedentes, que de no existir se da por supuesto que se ha vendido. Ah!, la industria del libro. A este respecto:


6. No queremos quemar por quemar, queremos quemar para comer.


7. Para hacer un cocido mejor libros malos o que no aportan nada, que arbolitos, que no han hecho mal a nadie.


8. Los autores que quieran participar en el guiso podrán inscribirse desde este mismo momento. Si así lo desean podrán pedir la no difusión de su identidad en estricto respeto a lo indicado por la Ley Orgánica de Protección de Datos.


9. No se admiten aportaciones de bibliotecas enteras, púbicas o de fundaciones. No tenemos tanto apetito. Y las donaciones al fuego no desgravan.


10. Se pueden aportan libros propios, libros regalados y libros prestados. Los regalos no se regalan, no hay norma establecida para el fuego. La próxima vez se esforzarán más a la hora de hacer regalos. El que preste un libro bueno no tiene nada que temer ningún autor dará fuego a un buen libro.


11. No se admiten libros en los que resulte obvio que no se han leído: libros retractilados y sin marcas de algún tipo que delaten su falta de huella.


12. No se admiten manuscritos, propios o ajenos, ni copias de estos. Ejercicios íntimos cada uno en su casa.


13. No se admiten fotocopias. Si no has tenido el decoro de comprarlo no tiene derecho a destruirlo. Y si alguien se ha preocupado de fotocopiar un libro, con lo fea e incómoda que resulta su lectura, es que la copia merece salvarse del fuego alimenticio.


14. No se admiten páginas sueltas salvo argumentación por escrito a la organización. La organización se reserva el derecho a quemar la argumentación si es mala o tiene faltas de ortografía.


15. Se admiten libros subrayados.


16. No se admiten libros con sello o identificación de bibliotecas. Mangante.


17. No se admiten incunables.


18. No se admitirán trabajos de tesis no editados en una tirada mínima de 200 ejemplares.


19. No se quemarán libros hechos en materiales plásticos, para evitar intoxicaciones.


20. Una vez lanzado al fuego no se podrán retirar los libros aportados, a ver si vamos a tener un disgusto.


21. No se podrán quemar ejemplares de la novela Farenheit 451, de Ray Bradbury, excepto que quien la aporte demuestre que se la ha aprendido de memoria.


22. Se hará un censo de lo quemado y estadísticas de los autores y editoriales, pero no se registrará quien ha aportado cada libro.


23. Quien se pica ajos come.


24. Quien a buen árbol se arrima buena sombra le cobija.


25. Quien a mal libro se arrima por lo menos comerá caliente.


26. No podemos vivir de la literatura (ni queremos, en realidad, o sí, quién sabe) pero lo importante es que podremos decir que con la literatura no se pasa hambre.


27. No tenemos una posición clara con respecto al material en otros idiomas. Iremos improvisando.


28. Vistas tantas restricciones se podrá complementar la necesaria energía calórica con leña bendecida por poetas, trocitos de leña con corazones, o leña de los campos de castilla. Queda excluido el olmo seco de Machado, muy querido por la gente.


29. Por si no queda claro: ensayo, poesía, relato, minificción, híbrido genéricos, novela, trilogías, diarios de viaje de Stendhal o de quien sea.


30. Por aportar más libros no se puede pedir más ración. Un poquito de solidaridad y de buen rollo.

miércoles, 3 de septiembre de 2008

Rafael Toriz: Reseña a "Historia universal de la destrucción de los libros"

De entre todas las posibles metáforas que se abaten sobre la vida es el amor —ese dulcísimo cáncer— la más dura y descarnada realidad de realidades. Todo acto amoroso, si lo es de veras, testimonia ineluctable una fractura. Escribir un libro, abjurarlo y en última instancia destruirlo, no son sino las distintas fases de un acto entrañable. Escribir es quemar el mundo: sólo se destruye hasta la raíz lo que se ama con ceguera.

domingo, 31 de agosto de 2008

Augusto Monterroso: Cómo me deshice de quinientos libros

Poeta: no regales tu libro; destrúyelo tú mismo.
Eduardo Torres

Hace varios años leí un ensayo de no recuerdo qué autor inglés en el que éste contaba las dificultades que se le presentaron para deshacerse de un paquete de libros que por ningún motivo quería conservar en su biblioteca. Ahora bien, en el curso de mi existencia he podido observar que entre los intelectuales es corriente oír la queja de que los libros terminan por sacarlos de sus casas. Algunos hasta justifican el tamaño de sus mansiones señoriales con la excusa de que los libros ya no los dejaban dar un paso en sus antiguos departamentos.
Yo no he estado, y probablemente no lo estaré jamás, en este último extremo; pero nunca hubiera podido imaginar que algún día me encontraría en el del ensayista inglés, y que tendría que luchar por desprenderme de quinientos volúmenes.
Trataré de contar mi experiencia. De pasada diré que es probable que esta historia irrite a muchos. No importa. La verdad es que en determinado momento de su vida, o uno conoce demasiada gente (escritores), o a uno lo conoce demasiada gente (escritores), o uno se da cuenta de que le ha tocado vivir en una época en que se editan demasiados libros. Llega el momento en que tus amigos escritores te regalan tantos libros (aparte de los que generosamente te pasan para leer aún inéditos) que necesitarías dedicar todos los días del año para enterarte de sus interpretaciones del mundo y de la vida. Como si esto fuera poco, el hecho es que desde hace veinte años mi afición por la lectura se vino contaminando con el hábito de comprar libros, hábito que en muchos casos termina por confundirse tristemente con la primera.
Por ese tiempo, di en la torpeza de visitar las librerías de viejo. En la primera página de Moby Dick Ismael observa que cuando Catón se hastió de vivir se suicidó arrojándose sobre su espada, y que cuando a él le sucedía hastiarse, sencillamente tomaba un barco. Yo, en cambio, durante años tomé el camino de las librerías de viejo. Cuando uno empieza a sentir la atracción de esos establecimientos llenos de polvo y penuria espiritual, el placer que proporcionan los libros ha empezado a degenerar en la manía de comprarlos, y ésta a su vez en la vanidad de adquirir algunos raros para asombrar a los amigos o a los simples conocidos.
¿Cómo tiene lugar este proceso? Un día uno está tranquilo leyendo en su casa cuando llega un amigo y le dice: "¡Cuántos libros tienes!". Eso le suena a uno como si el amigo le dijera: "¡Qué inteligente eres!", y el mal está hecho. Lo demás, ya se sabe. Se pone uno a contar los libros por cientos, luego por miles, y a sentirse cada vez más inteligente. Como a medida que pasan los años (a menos que se sea un verdadero infeliz idealista) uno cuenta con más posibilidades económicas, uno ha recorrido más librerías y, naturalmente, uno se ha convertido en escritor, uno posee tal cantidad de libros que ya no sólo eres inteligente: en el fondo eres un genio. Así es la vanidad esta de poseer muchos libros.
En tal situación, el otro día me armé de valor y decidí quedarme únicamente con aquellos libros que de veras me interesan, hubiera leído o fuera realmente a leer. Mientras consume su cuota de vida, ¿cuántas verdades elude el ser humano? Entre éstas, ¿no es la de su cobardía una de las más constantes? ¿A cuántos sofismas acudes diariamente para ocultarte que eres un cobarde? Yo soy un cobarde. De los varios miles de libros que poseo por inercia, apenas me atreví a eliminar unos quinientos, y eso con dolor, no por lo que representaran espiritualmente para mí, sino por el coeficiente de menor prestigio que los diez metros menos de estanterías llenas irían a significar.
Día y noche mis ojos recorrieron una y otra vez (como decían los clásicos) las vastas hileras, discriminando hasta el cansancio (como decimos los modernos). ¡Qué increíble cantidad de poesía, qué cantidad de novelas, cuántas soluciones sociológicas para los males del mundo! Se supone que la poesía se escribe para enriquecer el espíritu; que las novelas han sido concebidas, cuando menos, para la distracción; y aun, con optimismo, que las soluciones sociológicas se encaminan a solucionar algo.
Viéndolo con calma, me di cuenta de que en su mayor parte la primera, o sea la poesía, era capaz de empobrecer el espíritu más rico, las segundas de aburrir al más alegre y las terceras de embrollar al más lúcido. Y no obstante, qué consideraciones hice para descartar cualquier volumen, por insignificante que pareciera. Si un cura y un barbero me hubieran ayudado sin yo saberlo, ¿habrían dejado en mis estantes más de cien? Cuando en 1955 visité a Pablo Neruda en su casa de Santiago me sorprendió ver que escasamente poseía treinta o cuarenta libros, entre novelas policiales y traducciones de sus propias obras a diversos idiomas. Acababa de donar a la universidad una cantidad enorme de verdaderos tesoros bibliográficos. El poeta se dio ese gusto en vida; único estado, viéndolo bien, en que uno se lo puede dar.
No haré aquí el censo de los libros de que estaba dispuesto a desprenderme; pero entre ellos había de todo, más o menos así: política (en el mal sentido de la palabra, toda vez que no tiene otro), unos 50; sociología y economía, alrededor de 49; geografía general e historia general, 3; geografía e historia patrias, 48; literatura mundial, 14; literatura hispanoamericana, 86; estudios norteamericanos sobre literatura latinoamericana, 37; astronomía, 1; teorías del ritmo (para que la señora no se embarace), 6; métodos para descubrir manantiales, 1; biografías de cantantes de ópera, 1; géneros indefinidos (tipo Yo escogí la libertad), 14; erotismo, ½ (conservé las ilustraciones del único que tenía); métodos para adelgazar, 1; métodos para dejar de beber, 19; psicología y psicoanálisis, 27; gramáticas, 5; métodos para hablar inglés en diez días, 1; métodos para hablar francés en diez días, 1; métodos para hablar italiano en diez días, 1; estudios sobre cine, 8; etcétera.
Pero esto constituía nada más el principio. Pronto descubrí que eran pocas las personas que querían aceptar la mayor parte de los libros que yo había comprado cuidadosamente a través de los años perdiendo tiempo y dinero. Si bien esto me reconcilió algo con el género humano al descubrir que el mero afán de acumular no era una aberración tan generalizada, me causó las molestias consiguientes, por cuanto una vez decidido a ello, deshacerme de esos libros se convirtió en una necesidad espiritual apremiante. Un incendio como el de la Biblioteca de Alejandría, al que están dedicados estos recuerdos, es el camino más llano, pero resulta ridículo y hasta mal visto quemar quinientos libros en el patio de la casa (suponiendo que la casa tuviera). Y se acepta que la Inquisición quemara gente, pero la mayoría se indigna de que quemara libros. Ciertas personas aficionadas a estas cosas me sugirieron donar todos esos volúmenes a tales o cuales bibliotecas públicas; pero una solución tan fácil le restaba espíritu aventurero al asunto y la idea me aburría un poco, además de que estaba convencido de que en las bibliotecas públicas serían tan inútiles como en mi casa o en cualquier otro sitio.
Tirarlos uno por uno a la basura no era digno de mí, de los libros, ni del basurero. La única solución eran mis amigos. Pero mis amigos políticos o sociólogos poseían ya los libros correspondientes a sus especialidades, o eran enemigos de ellos en gran cantidad de casos; los poetas no querían contaminarse con nada de contemporáneos suyos a quienes conocieran personalmente; y el libro sobre erotismo era una carga para cualquiera, aun despojado de sus ilustraciones francesas.
Sin embargo, no quiero hacer de estos recuerdos una historia de falsas aventuras supuestamente divertidas. Lo cierto es que de alguna manera he ido encontrando espíritus afines al mío que han aceptado llevarse a sus casas esos fetiches, a ocupar un lugar que restará espacio y oxígeno a los niños, pero que darán a los padres la sensación de ser los depositarios de un saber que en todo caso no es sino el repetido testimonio de la ignorancia o la ingenuidad humanas.
Mi optimismo me llevó a suponer que al terminar estas líneas, comenzadas hace quince días, en alguna forma justificaría cabalmente su título; si el número de quinientos que aparece en él es sustituido por el de veinte (que empieza a acortarse debido a una que otra devolución por correo), ese título estará más apegado a la verdad.